Cada metro que avanzaba afianzaba más su marcha, mordiendo el espacio frente a él. Le seguía unanube de polvo levantado del camino de tierra seca, las piedrillas del camino rebotando
Su dirección era segura, pero las pequeñas ruedas delanteras oscilaban a izquierda y a derecha. Las traseras, que levantaban toda aquella columna de polvo, se encargaban de asegurar la marcha. Miguel Canegral dirigía su tractor con enorme tranquilidad, disfrutando de la sensación previa a la caza. Conducía con el torso desnudo, con un puño apretado contra su cintura y el otro en el volante.
Una línea de oro se juntaba ya en el horizonte con otra de plata, y el sol poniente, de fondo, aprobaba esa unión una vez más, en ese día de verano. Miguel aceleró a fondo su máquina, y creyó que esta le respondía con un bufido. Unas pequeñas motas de colores surcaron la línea y se alejaron.
Reconoció la zona, bloqueó el acelerador y se volvió. Desde allí dominaba toda la carretera que discurría paralela al camino. Su calor hacía ondear la línea de asfalto gris, insinuándosela. Entre las pequeñas contorsiones de aquella carretera, un par de coches le adelantaron. Ya sentía algo de su sonido. El que buscaba no debía andar lejos. No era un coche especial. Pronto, antes de tener que iniciar una segunda pasada, lo vio. De un salto, se giró hacia los mandos.
La maniobra parece un salto al vacío desde la cabina. Entró en el terraplén y el vehículo, de hecho, aceleró como si cayera a plomo. Y de repente, como recogido por una mano sobrenatural subió por el otro extremo, hacia la carretera. Con el impulso, entró saltando en el arcén primero, y luego al asfalto. La estela de polvo se despidió de él con un último manotazo, fiando su regreso. Bloqueó de nuevo el acelerador, trabó el volante y se giró. Ahora el aullido del motor, era diferente, más bajo, más tranquilo, más concentrado.
El coche seguía acercándose por la carretera (“¿Qué otra cosa podría hacer?”). Se asomó hacia la parte trasera del tractor y giró un interruptor, algo dentro de las baterías entro en contácto y zumbó, zumbó su espectro inhumano, desde el dominio invisible de su fuerza. De un giró se colocó sobre la parte trasera. El tractor avanzaba solo, decidido, hacia el final oscuro de aquella recta bajo la que se ponía el sol.
Miguel tiró de una palanca y los rollos de cadenas se liberaron desde cuatro brazos metálicos que surgían de los bajos de su tractor hacia arriba, desordenados, las antenas que un reptil milenario utilizaba para escrutar, evaluar y atrapar lo que fuera que necesitara en cada momento. Las cadenas se arrastraron siseando sobre el asfalto. El coche, que estaba a menos de cuatro metros de distancia, a punto de iniciar el adelantamiento, pareció moverse apenas. Un movimiento que significaba reconocimiento. El pequeño movimiento entre la incredulidad y la huida al encontrarse con lo inesperado.
Encaramado sobre la parte trasera del tractor, el cuerpo de Miguel era la imagen de un santo guerrero en un retablo mecánico. De un movimiento, sin dejar de mirar al coche, bajó un interruptor. De un chasquido, las baterías se vaciaron hacia los electroimanes. Su zumbido cesó, y el rugido del tractor pareció aumentar de nuevo. Las cadenas se tensaron, guiadas por los electroimanes hacia el coche, que en ese pequeño segundo ya estaba a punto de derrapar.
Un chasquido metálico cerró el acuerdo final entre la víctima y su verdugo. El coche quedo atrapado por un lateral, y comenzó a luchar. Miguel miraba desde el tractor, atento. Sin desprecio, vio que toda su fuerza era inútil. Miró también la carretera, no había nadie más en ella. El coche giró hacia el lado contrario, las cuatro cadenas se tensaron y su movimiento se detuvo súbitamente. Giró hacia el otro lado y, de nuevo de vuelta, frenó. Comenzó a derrapar arrastrado por la marcha impasible del tractor y giró aun más. Las cubiertas de las ruedas delanteras saltaron y se deshicieron en jirones entre los bajos del coche a causa del extremo esfuerzo. Las llantas lloraron al tocar el asfalto, escupiendo chispas. El coche era ya un peso muerto, unido por las cadenas de acero a su nuevo dueño. Miguel vio por primera vez a sus ocupantes. Y se volvió hacia la cabina. Bajo esta, por una abertura, asomaba su espada. De un tiron, la desenvainó. De un giro, la colocó sobre sus hombros.
No es una espada al uso. Su padre la fabricó en su taller cuando aún era un niño. Era simplemente un enorme doble filo, estilizado, y un mango redondo, forrado en cuero blanco que se unia directamente al filo. A pesar de su esbeltez, era una espada robusta, inflexible. Como él mismo. Amaba esa espada. Su enorme tamaño, que era el suyo. Porque esa espada era exactamente igual de larga que su propia altura. Su padre así la hizo. Nunca entendió del todo esa espada hasta el dia en que llego a ser tan grande como ella. Incluso sus brazos parecieron desarrollarse hasta obtener la fuerza necesaria para manejarla con la ligereza de un rayo de luz que brotase de entre sus puños.
Cogió impulso en la pequeña pasarela lateral, se encogió y voló sobre el asfalto. Y en el parabrisas del coche, se reflejó su imagen en ese preciso momento, en el que el sol estaba exactamente a su espalda y volaba montado en él, sus brazos inflamados en llamas, unas alas de fuego. Su torso descubierto y exaltado por su propia fuerza en pleno salto. Y cayó arrodillándose sobre el capo del coche, con un ruido pavoroso, que se hundió bajo su peso. Y gritaban, gritaban y se retorcían ambos en sus asientos. El y ella. Sin renunciar a la posibilidad de que algo les salvara de aquello.
Todavia de rodillas, Miguel se acerco a él. Al conductor. La espada reposaba sobre sus hombros, una mano a cada lado. Lo miro, pero él no le vio. Ni siquiera le veían. Solo tenían miedo. Solo se convulsionaban en un pavor incontrolable. De un giro, extendio la espada hacia su derecha, con ceremonia. Con respeto. Queria que él le mirara. Por un momento permanecio así, mientras el tractor les arrastraba y el viento ululaba al ser seccionado por el filo extendido. Pero cuanto más se prolongaba aquello, más aumentaba el terror en la carcasa descontrolada de aquel hombre.
Sus movimientos eran ridículos, inservibles. Se enfrentaba a la muerte de una manera vacía, desagradable, pensó Miguel. Bajó su espada hacia el asfalto, entre las chispas que las llantas escupían locamente al ser arrastradas, y lo tocó con la punta, y esta se incendió en otro surco de fuego. El hombre parecía a punto de desvanecerse. Aun no lo habia mirado, quizas incapaz de enfrentarse con lo que veia posado sobre su coche, frente a frente. Al levantarla, Miguel sintió en su brazo la espada aún vibrante. Se alzó y unió sus dos puños para descargar un golpe hacia la ventanilla.
El metal del coche se rasgo, arrastrando el techo, la puerta, toda la chapa hacia la hendidura, el propio coche doliéndose de la brutal herida. Los cristales estallaron en mil pequeños copos que se perdieron dentro del coche y entre el asfalto. La espada arrastró chapa, tela, plástico y carne. El filo entro lateralmente en el hombre, hasta el centro de su pecho. Su brazo izquierdo se convulsionaba trabado en el volante, separado del cuerpo por el corte, los dedos buscando ciegamente. Su cabeza se habia quedado congelada, mirando al suelo, en una de sus grotescas convulsiones. Extrajo la espada hacia si. Y ella ya no gritaba. La mujer le miraba desde su asiento, impávida.
Se incorporó, acercándose hacia ella y volvió a agacharse. Se miraron, el aire le revolvía el cabello rubio, derramándolo entre todo el habitáculo de aquel coche malherido. Su respiración exageraba y hundia su pecho alternativamente de una manera anormal. Era hermosa y joven. Sus ojos brillaban y le miraban con miedo, y algo más, algo más en su mirada. Miguel vio lo que parecía un hermoso cuadro vivo, bañado por aquel sol. Por un instante, ella relajó la tensión de su cuerpo, disponiéndose a participar de lo que fuera que estuviesen representando. Y ella por fin vio a Miguel.
Casi en el mismo movimiento, se deshizo de su cinturón y abrió la puerta, dispuesta a lanzarse. Miguel se extendió hacia ella como un resorte liberado y con su brazo izquierdo la agarró de los cabellos. Asió su cabeza y la llevo hacia si, a traves de donde antes estaba el parabrisas. Llevo su cara a la suya y sintió su aliento sobre su piel. No luchaba. La sensación de su respiración le gustó y, de nuevo, quiso alargar aquel momento. Sintió su pelo rozándole el pecho. Levantó su cabeza y vio el cuello de la mujer arquearse, infinito. Y ella puso una mano en su hombro. Tiró de su nuca aun más hacia si y la giró. Y vio bailar el reflejo del sol en su pelo mientras le dijo algo al oído.
Miguel llevó sus labios a los suyos, forzándola. Le beso entre el viento y su cabello. La solto, y cayó lentamente de nuevo en su asiento, libre de su fuerza. La miró antes de incorporarse y saltar, apoyandose en su espada, al techo de aquel coche. Miró a su tractor, empujándoles. Parecía disfrutar, parecía aprobarlo todo. Bajo sus pies, dentro del coche ella se llevó una mano al pecho. Miguel se irguió, la espada entre sus manos. Y se arrodilló con un movimiento ágil y preciso sobre el techo, concentrando todo su peso en un punto. La espada atravesó el metal, se hundió en su pecho, le destrozó el vientre y a través de sus pantalones se clavo en el asiento. Un gemido, una última respiración ahogada y se hizo el silencio subitamente. Miguel miró la carretera, aquella recta enorme, que no parecia tener principio ni final, arrodillado sobre el techo del coche, agarrado al mango de su espada, el timón que guiaba aquella comitiva. Y también su vida.
Extrajo de nuevo la espada y de una misma carrera pasó por el capó y las cadenas en tensión hasta llegar a su tractor. Dejo la espada en su sitio y se introdujo en la cabina. Arrastrando el coche, se volvió a introducir hacia las tierras y buscó el camino, mientras el coche botaba renqueante. Aceleró su tractor, y el polvo envolvió al coche.
-Padre, le traigo la pieza- Su padre no se volvió, atareado como siempre estaba atareado en su mesa, plagada de piezas, en el rincón más oscuro del taller. Sus manos, enormes, manipulaban una pieza de acero. Estaban tan llenas de grasa que apenas se distinguía la carne.
-Muy bien, Miguel- Sus escasas herramientas brillaban absorbiendo la poca luz del taller. Miguel se dio la vuelta, dispuesto a salir –Es una buena pieza, esta casi nueva- Miguel apretó los puños mientras salía. Decir cualquier cosa sería inútil.
-Es necesaria para que todo continúe funcionando bien. Lo sabes, ¿verdad?-
-Claro, padre.
Su dirección era segura, pero las pequeñas ruedas delanteras oscilaban a izquierda y a derecha. Las traseras, que levantaban toda aquella columna de polvo, se encargaban de asegurar la marcha. Miguel Canegral dirigía su tractor con enorme tranquilidad, disfrutando de la sensación previa a la caza. Conducía con el torso desnudo, con un puño apretado contra su cintura y el otro en el volante.
Una línea de oro se juntaba ya en el horizonte con otra de plata, y el sol poniente, de fondo, aprobaba esa unión una vez más, en ese día de verano. Miguel aceleró a fondo su máquina, y creyó que esta le respondía con un bufido. Unas pequeñas motas de colores surcaron la línea y se alejaron.
Reconoció la zona, bloqueó el acelerador y se volvió. Desde allí dominaba toda la carretera que discurría paralela al camino. Su calor hacía ondear la línea de asfalto gris, insinuándosela. Entre las pequeñas contorsiones de aquella carretera, un par de coches le adelantaron. Ya sentía algo de su sonido. El que buscaba no debía andar lejos. No era un coche especial. Pronto, antes de tener que iniciar una segunda pasada, lo vio. De un salto, se giró hacia los mandos.
La maniobra parece un salto al vacío desde la cabina. Entró en el terraplén y el vehículo, de hecho, aceleró como si cayera a plomo. Y de repente, como recogido por una mano sobrenatural subió por el otro extremo, hacia la carretera. Con el impulso, entró saltando en el arcén primero, y luego al asfalto. La estela de polvo se despidió de él con un último manotazo, fiando su regreso. Bloqueó de nuevo el acelerador, trabó el volante y se giró. Ahora el aullido del motor, era diferente, más bajo, más tranquilo, más concentrado.
El coche seguía acercándose por la carretera (“¿Qué otra cosa podría hacer?”). Se asomó hacia la parte trasera del tractor y giró un interruptor, algo dentro de las baterías entro en contácto y zumbó, zumbó su espectro inhumano, desde el dominio invisible de su fuerza. De un giró se colocó sobre la parte trasera. El tractor avanzaba solo, decidido, hacia el final oscuro de aquella recta bajo la que se ponía el sol.
Miguel tiró de una palanca y los rollos de cadenas se liberaron desde cuatro brazos metálicos que surgían de los bajos de su tractor hacia arriba, desordenados, las antenas que un reptil milenario utilizaba para escrutar, evaluar y atrapar lo que fuera que necesitara en cada momento. Las cadenas se arrastraron siseando sobre el asfalto. El coche, que estaba a menos de cuatro metros de distancia, a punto de iniciar el adelantamiento, pareció moverse apenas. Un movimiento que significaba reconocimiento. El pequeño movimiento entre la incredulidad y la huida al encontrarse con lo inesperado.
Encaramado sobre la parte trasera del tractor, el cuerpo de Miguel era la imagen de un santo guerrero en un retablo mecánico. De un movimiento, sin dejar de mirar al coche, bajó un interruptor. De un chasquido, las baterías se vaciaron hacia los electroimanes. Su zumbido cesó, y el rugido del tractor pareció aumentar de nuevo. Las cadenas se tensaron, guiadas por los electroimanes hacia el coche, que en ese pequeño segundo ya estaba a punto de derrapar.
Un chasquido metálico cerró el acuerdo final entre la víctima y su verdugo. El coche quedo atrapado por un lateral, y comenzó a luchar. Miguel miraba desde el tractor, atento. Sin desprecio, vio que toda su fuerza era inútil. Miró también la carretera, no había nadie más en ella. El coche giró hacia el lado contrario, las cuatro cadenas se tensaron y su movimiento se detuvo súbitamente. Giró hacia el otro lado y, de nuevo de vuelta, frenó. Comenzó a derrapar arrastrado por la marcha impasible del tractor y giró aun más. Las cubiertas de las ruedas delanteras saltaron y se deshicieron en jirones entre los bajos del coche a causa del extremo esfuerzo. Las llantas lloraron al tocar el asfalto, escupiendo chispas. El coche era ya un peso muerto, unido por las cadenas de acero a su nuevo dueño. Miguel vio por primera vez a sus ocupantes. Y se volvió hacia la cabina. Bajo esta, por una abertura, asomaba su espada. De un tiron, la desenvainó. De un giro, la colocó sobre sus hombros.
No es una espada al uso. Su padre la fabricó en su taller cuando aún era un niño. Era simplemente un enorme doble filo, estilizado, y un mango redondo, forrado en cuero blanco que se unia directamente al filo. A pesar de su esbeltez, era una espada robusta, inflexible. Como él mismo. Amaba esa espada. Su enorme tamaño, que era el suyo. Porque esa espada era exactamente igual de larga que su propia altura. Su padre así la hizo. Nunca entendió del todo esa espada hasta el dia en que llego a ser tan grande como ella. Incluso sus brazos parecieron desarrollarse hasta obtener la fuerza necesaria para manejarla con la ligereza de un rayo de luz que brotase de entre sus puños.
Cogió impulso en la pequeña pasarela lateral, se encogió y voló sobre el asfalto. Y en el parabrisas del coche, se reflejó su imagen en ese preciso momento, en el que el sol estaba exactamente a su espalda y volaba montado en él, sus brazos inflamados en llamas, unas alas de fuego. Su torso descubierto y exaltado por su propia fuerza en pleno salto. Y cayó arrodillándose sobre el capo del coche, con un ruido pavoroso, que se hundió bajo su peso. Y gritaban, gritaban y se retorcían ambos en sus asientos. El y ella. Sin renunciar a la posibilidad de que algo les salvara de aquello.
Todavia de rodillas, Miguel se acerco a él. Al conductor. La espada reposaba sobre sus hombros, una mano a cada lado. Lo miro, pero él no le vio. Ni siquiera le veían. Solo tenían miedo. Solo se convulsionaban en un pavor incontrolable. De un giro, extendio la espada hacia su derecha, con ceremonia. Con respeto. Queria que él le mirara. Por un momento permanecio así, mientras el tractor les arrastraba y el viento ululaba al ser seccionado por el filo extendido. Pero cuanto más se prolongaba aquello, más aumentaba el terror en la carcasa descontrolada de aquel hombre.
Sus movimientos eran ridículos, inservibles. Se enfrentaba a la muerte de una manera vacía, desagradable, pensó Miguel. Bajó su espada hacia el asfalto, entre las chispas que las llantas escupían locamente al ser arrastradas, y lo tocó con la punta, y esta se incendió en otro surco de fuego. El hombre parecía a punto de desvanecerse. Aun no lo habia mirado, quizas incapaz de enfrentarse con lo que veia posado sobre su coche, frente a frente. Al levantarla, Miguel sintió en su brazo la espada aún vibrante. Se alzó y unió sus dos puños para descargar un golpe hacia la ventanilla.
El metal del coche se rasgo, arrastrando el techo, la puerta, toda la chapa hacia la hendidura, el propio coche doliéndose de la brutal herida. Los cristales estallaron en mil pequeños copos que se perdieron dentro del coche y entre el asfalto. La espada arrastró chapa, tela, plástico y carne. El filo entro lateralmente en el hombre, hasta el centro de su pecho. Su brazo izquierdo se convulsionaba trabado en el volante, separado del cuerpo por el corte, los dedos buscando ciegamente. Su cabeza se habia quedado congelada, mirando al suelo, en una de sus grotescas convulsiones. Extrajo la espada hacia si. Y ella ya no gritaba. La mujer le miraba desde su asiento, impávida.
Se incorporó, acercándose hacia ella y volvió a agacharse. Se miraron, el aire le revolvía el cabello rubio, derramándolo entre todo el habitáculo de aquel coche malherido. Su respiración exageraba y hundia su pecho alternativamente de una manera anormal. Era hermosa y joven. Sus ojos brillaban y le miraban con miedo, y algo más, algo más en su mirada. Miguel vio lo que parecía un hermoso cuadro vivo, bañado por aquel sol. Por un instante, ella relajó la tensión de su cuerpo, disponiéndose a participar de lo que fuera que estuviesen representando. Y ella por fin vio a Miguel.
Casi en el mismo movimiento, se deshizo de su cinturón y abrió la puerta, dispuesta a lanzarse. Miguel se extendió hacia ella como un resorte liberado y con su brazo izquierdo la agarró de los cabellos. Asió su cabeza y la llevo hacia si, a traves de donde antes estaba el parabrisas. Llevo su cara a la suya y sintió su aliento sobre su piel. No luchaba. La sensación de su respiración le gustó y, de nuevo, quiso alargar aquel momento. Sintió su pelo rozándole el pecho. Levantó su cabeza y vio el cuello de la mujer arquearse, infinito. Y ella puso una mano en su hombro. Tiró de su nuca aun más hacia si y la giró. Y vio bailar el reflejo del sol en su pelo mientras le dijo algo al oído.
Miguel llevó sus labios a los suyos, forzándola. Le beso entre el viento y su cabello. La solto, y cayó lentamente de nuevo en su asiento, libre de su fuerza. La miró antes de incorporarse y saltar, apoyandose en su espada, al techo de aquel coche. Miró a su tractor, empujándoles. Parecía disfrutar, parecía aprobarlo todo. Bajo sus pies, dentro del coche ella se llevó una mano al pecho. Miguel se irguió, la espada entre sus manos. Y se arrodilló con un movimiento ágil y preciso sobre el techo, concentrando todo su peso en un punto. La espada atravesó el metal, se hundió en su pecho, le destrozó el vientre y a través de sus pantalones se clavo en el asiento. Un gemido, una última respiración ahogada y se hizo el silencio subitamente. Miguel miró la carretera, aquella recta enorme, que no parecia tener principio ni final, arrodillado sobre el techo del coche, agarrado al mango de su espada, el timón que guiaba aquella comitiva. Y también su vida.
Extrajo de nuevo la espada y de una misma carrera pasó por el capó y las cadenas en tensión hasta llegar a su tractor. Dejo la espada en su sitio y se introdujo en la cabina. Arrastrando el coche, se volvió a introducir hacia las tierras y buscó el camino, mientras el coche botaba renqueante. Aceleró su tractor, y el polvo envolvió al coche.
-Padre, le traigo la pieza- Su padre no se volvió, atareado como siempre estaba atareado en su mesa, plagada de piezas, en el rincón más oscuro del taller. Sus manos, enormes, manipulaban una pieza de acero. Estaban tan llenas de grasa que apenas se distinguía la carne.
-Muy bien, Miguel- Sus escasas herramientas brillaban absorbiendo la poca luz del taller. Miguel se dio la vuelta, dispuesto a salir –Es una buena pieza, esta casi nueva- Miguel apretó los puños mientras salía. Decir cualquier cosa sería inútil.
-Es necesaria para que todo continúe funcionando bien. Lo sabes, ¿verdad?-
-Claro, padre.
31 comentarios:
Xabi, ¿has estado leyendo muchos comics o te has dado un paseo por la españa rural?
Nah, me la he estado pelando a mi ritmo habitual.
jaja
seguid así y hacéis una cancioncilla punk
Menudo pirado. Nos ha salido el Stephen King vasco.
y con predilección por el maquinismo rural...
(como no entiendo una mijita de máquinas —no tengo ni carné de coche— me pierdo con algunos tecnicismos).
Sr. Benputa, qué uso tan grandilocuente de la tercera persona un contra-Hugo postX. Rezuma filia épica.
Eso sí. Un psicoanalista se pondría las botas.
Qué metáforas!
Nada, nada, entre Xabi y Tristancho, a por el próximo Nobelín de literatura. Falta la Paca publicando un tocho por entregas a lo Umberto Eco. Propuesta de título, LA ROSA SOCRATICA DE LOS DIOSES. Y como becarias para que le investiguen cosicas para el novelón, las señoritas Clementina y Millana, marchando, arrr.
Querida Parnasillo, en todo caso una sería la becaria.
La rosa socrática de los dioses...¬¬
Yo no escribo, me da mucha pereza...
Volveremos a releerlo y le enviamos un salvoconducto si eso.
What Would Don Draper -digo, Ramón- Do?
El coche atrapado es un Skoda Octavia? Porque si lo es, todo encaja ya.
Hostias, Xabi, vaya...vaya....
...vaya
joder....esto......
sí, sí....eh........ejem....esto...
Miguel Canegral, sí....
A mí me gustaría que algún Pegamín se atreviera a hacer un análisis del relato. Psicoanalítico o no.
Tiene mucha tela que cortar. Me recuerda a un montón de cosas pero no sé exactamente a qué. Benputa accede a las simas de la épica, la cultura popular y el inconsciente. Con una espada bien gorda.
¿Si el relato fuera una película, de qué director sería?
PUes mira, a mí me ha recordado a Mad Max, La Carretera, el Diablo sobre ruedas, Canción de Hielo y Fuego y mil cosas más...amén de, como alguien ha dicho por ahi, los relatos de Stephen King...este xabi...con eso de que no le duele el alma hace lo que los psicópatas y provoca que nos duela a los demás para ver qué se siente e intentar aprehender lo que se le escapa
Hablando de psicópatas, American Psycho creo que también es una influencia muy marcada en su vida y en su estética, aunque en este relato, por lo rural, se aprecie menos.
Yo haría una lectura en clave psicoanalítica y en clave de género, que son muy divertidas, pero no me atrevo. Que lo haga la Paca.
"Una línea de oro se juntaba ya en el horizonte con otra de plata, y el sol poniente, de fondo, aprobaba esa unión una vez más, en ese día de verano. Miguel aceleró a fondo su máquina, y creyó que esta le respondía con un bufido."
Sr. Triste usted tiene infinitas tablas y recursos, en comparación.
El Sr. Benputa ficciona geométricamente, pero en plan no- euclídeo que te cagas...
a mí me ha recordado a la matanza de texas, sobre todo a la segunda parte, en la que los rednecks tenían que salir en coche a por sus reses
¿Y a Las Colinas tienen Ojos, se parece? Es que no la he visto, la tengo ahí en mi videoteca (el calvo protagonista me llama).
Estaría bien que junataran sus fuerzas Mel Gibson y John Milius para la adaptación en pantalla. Y Schrader.
Pues sí, un psicoanalista se pondría las botas con esto. Maravilla, Xabi.
¿Vosotros creeis?
Si fuera una película sería de Arthur Penn, que en paz descanse; Xabi encaja con el prototipo de protagonista de sus películas, joven de vida cómoda e ideales pero a la vez hastiado, incomprendido, bla bla...
El tópico del niño pijo que no acepta su homosexualidad, lo de toda la vida
Yo no lo he leído, pero me parece una mierda
A mí me parece que los niños pobres tienen a menudo más razones para no aceptar su homosexualidad, pero bueno.
Qué mal vais...
Si es por joder al pijotrónico, que va de machote pero se toca por las noches pensando en Chayanne
Tampoco tiene tanta chicha psicoanalítica, eh?
Pero es un estilo de escritura muy peculiar, metálico. Se te queda el cuerpo como si lees a Stephen King y luego chupas una moneda de cobre...Me gusta.
a mi me dan unas ganas locas de repasar la discografía de Kyuss y de comer un bocadillo de lacón. 250g 1,20E: chiquita oferta.
Irá a firmar ejemplares al Corte Inglés?
Publicar un comentario