Restaurante de comida rápida especializado en pollo frito.
Mis amigos y yo pedimos el menú C: 3 hamburguesas de pollo, 6 piezas de pollo en plan muslo, 9 alitas de pollo picantes, 4 servilletas, patatas y bebida.
La comida empieza más o menos bien; tras haber gastado una servilleta en limpiar la mesa, comprobamos que las hamburguesas no están mal y nos regocijamos pensando que nos ha salido todo por el precio de un billete de metro.
Atacamos los muslacos de pollo.
La coraza de piel frita, de entre uno y dos centimetros, tiene tanta grasa, tanto aceite, que empieza a chorrear por los dedos hasta llegar a la muñeca. Me doy cuenta que estoy solo, mis amigos, enfrascados en su propia Odisea, no pueden ayudarme y la servilleta, al mero contacto con mi dedo absorbe todo el aceite que puede y cae a plomo sobre la mesa, exahusta y pringosa, pero satisfecha como un cerdo antes de explotar.
Intento dominar a la babeante pechuga de pollo sacudiendola y quitandole la piel, pero en el proceso salpico el suelo creando una mancha de aceite tipo Mario Kart ante la indiferencia de los hooligans adolescentes y los no-white-trash que pueblan el desvencijado local.
Sin la piel, la pechuga está seca y sin sabor. Es como lamer un mordisquear un codo que ni siente ni padece.
Pruebo las patatas y constato que ni hundiendolas en ketchup dejan de saber a pollo.
Asqueado, las dejo de lado y ataco una alita de pollo con pelos chamuscados. El picante me da tal hostia en la lengua que escupo con rabia la alita contra el cristal.
Miro a mi alrededor. Los desperdicios desbordan la basura, montones y montones de bolsitas de take away y envoltorios inútiles que te dan aunque comas en sus mesas, que la gente apila o deja en el suelo antes de marcharse.
Me empiezo a marear. Estoy teniendo una experiencia alimentotética muy, muy fuerte, con llamadas en directo y mensajes de móvil.
Necesito respirar, descubrir el aire fresco, no me está funcionando bien la cabeza, decir cada mañana que soy libre como el viento. Me levanto tembloroso camino a la puerta. Estoy casi llegando cuando resbalo en el aceite y caigo de espaldas.
Mis amigos y yo pedimos el menú C: 3 hamburguesas de pollo, 6 piezas de pollo en plan muslo, 9 alitas de pollo picantes, 4 servilletas, patatas y bebida.
La comida empieza más o menos bien; tras haber gastado una servilleta en limpiar la mesa, comprobamos que las hamburguesas no están mal y nos regocijamos pensando que nos ha salido todo por el precio de un billete de metro.
Atacamos los muslacos de pollo.
La coraza de piel frita, de entre uno y dos centimetros, tiene tanta grasa, tanto aceite, que empieza a chorrear por los dedos hasta llegar a la muñeca. Me doy cuenta que estoy solo, mis amigos, enfrascados en su propia Odisea, no pueden ayudarme y la servilleta, al mero contacto con mi dedo absorbe todo el aceite que puede y cae a plomo sobre la mesa, exahusta y pringosa, pero satisfecha como un cerdo antes de explotar.
Intento dominar a la babeante pechuga de pollo sacudiendola y quitandole la piel, pero en el proceso salpico el suelo creando una mancha de aceite tipo Mario Kart ante la indiferencia de los hooligans adolescentes y los no-white-trash que pueblan el desvencijado local.
Sin la piel, la pechuga está seca y sin sabor. Es como lamer un mordisquear un codo que ni siente ni padece.
Pruebo las patatas y constato que ni hundiendolas en ketchup dejan de saber a pollo.
Asqueado, las dejo de lado y ataco una alita de pollo con pelos chamuscados. El picante me da tal hostia en la lengua que escupo con rabia la alita contra el cristal.
Miro a mi alrededor. Los desperdicios desbordan la basura, montones y montones de bolsitas de take away y envoltorios inútiles que te dan aunque comas en sus mesas, que la gente apila o deja en el suelo antes de marcharse.
Me empiezo a marear. Estoy teniendo una experiencia alimentotética muy, muy fuerte, con llamadas en directo y mensajes de móvil.
Necesito respirar, descubrir el aire fresco, no me está funcionando bien la cabeza, decir cada mañana que soy libre como el viento. Me levanto tembloroso camino a la puerta. Estoy casi llegando cuando resbalo en el aceite y caigo de espaldas.
Mi última visión antes de perder el conocimiento: un adolescente acerca su cara a la mía y me dedica unos cuernos de baratillo y un "Cool!!" aprobador.
13 comentarios:
Madre mía!
qué vívido!
Muy guapo, Priesito...y muy penoso también
oye, tienes que dejar de grabar vídeos y meter frases alusivas al pegamin porque me meto unos sustos de puta madre
No me quites la ilusión, que voy por la vida con mi movil creyendome un renoir
gracias por acordarse de mi en horas bajas. Aunque yo no llevo rastas.
A mí me ha impactado la voz, más vídeos Sr. Priest nos calman y sosiegan, nos muestran su ecosistema visual.
Si, nos acercan tanto a el que casi le podemos tocar. Y abrazar.
Es una masterpiece. http://youtu.be/5-EQW3EwHWw
Hola priesito, soy tu menstruación...
Lla hera ora!
mieeeeeeen.
Ya está el circo de desviantes completo.
Me gusta mucho la nueva decoración.
Lo de la alita contra el cristal espero que sea una licencia poética. En el pegamin tenemos nuestras cosillas, pero somos de modales intachables.
Tronco, te hize un cool pq estuviste to guapo con el numerito. También te miré el paquete y me excité.
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