Corría la tarde del 6 de julio de 2001 y se presentaba
calurosa la jornada. Madrid era una parrilla de sarmientos y la poca gente que
quedaba se guardaba en sus casas para poder refrigerarse los gaznates, porque para ser sinceros, mucho más no ofrecía el condado del por aquel entonces sheriff Alvarez del
Manzano. En cualquier caso, mi historia personal seguía un poco la estela
ignominiosa de los residentes de Madrid en aquel momento. Se habían acabado los
exámenes de la facultad y mi verano pintaba más aburrido y seco que la casa de
Campo a las tres de la tarde. Mi madre se había cruzado el charco
exclusivamente para vernos a mi hermano y a servidor. Y mi novia, con la cual salía entonces, estaba
con sus padres y solicitaba que la fuera ver a su Asturias. Yo mientras tanto
trabajaba en una gasolinera para costearme mis estudios y mis fiestas. Un planazo.
Recuerdo como aquel 6 de julio (¿o era 7 ya?) quedamos con mi gran colega M, compañero de facultad, de existencia y estandarte en cualquier acontecimiento cultural o de barra que se preciara de tal luego de que hubiera yo acabado mi turno de tarde en el establecimiento expendedor de derivados del petróleo. Al binomio se añadió Fernandito, un chaval muy majo que trabajaba en un puticlub de la Castellana como barman. No sé si la cosa empezó en casa de alguno o en la calle mismamente (en el 2001 la gente quedaba y bebía en la calle incluso, flipad) pero lo importante es como terminó: en el antro de Malasaña por excelencia, por lo menos para nosotros, chavales llenos de vida y hormonas rebosantes. El NO FUN era una especie de Cantina de Star Wars meets Barfly solo que en vez de adornar la escena John Williams, lo hacía un tropel de fuzzes garageros y personajes del barrio que rondaban la treintena. Barra pequeña, servicios que no servían, calor que ni en Atacama y abarrotamiento ganadero. En fin, que el escenario era ideal para un conjuro, la proposición indecente última, la formación de la Compañía del anillo.
Fernandito nos comentó que una de las chicas que amenizaban
su bar de la Castellana, junto con otro de los camareros del mismo bar iban a
pasar el día siguiente en Pamplona amenizando esta vez una peña, pero sin
erótico resultado, sino como parte de una escola do samba (para que no digan que
el pluriempleo es cosa de la crisis). Ambos eran brasileños, se entiende. La cerveza ya
corría por nuestro espíritu como Usain Bolt en Beijing y la aventura nos impulsó
a tomar una decisión drástica pero necesaria. Había que ir a San Fermines. Y no
importaba si había que mentir, engañar o vender la sangre de nuestra abuelita.
Pero había que ir.
A las 5 de la mañana con el garito cerrado emprendí la
vuelta directamente al trabajo donde a eso de las 12 me enfermé brutalmente y
tuve que dejar mi puesto. También informé que me iría a Valencia con mi madre y
que me cogía el fin de semana libre. A mi madre, por su parte, le dejé unas
llaves para que se apañara en mi piso y a mi novia la llamé desde el autobús en
Avenida de América.
- ¿A que no sabes dónde estoy yendo?
-¿ A Oviedo?
-San Fermines
- ...
A los dos meses me dejó, CELYN.
A los dos meses me dejó, CELYN.
Pero ya estábamos de camino, Yo sin dormir apenas, oliendo a petroquímica desvencijada y con un bocata de mortadela en el bolso. Nada podía ir mal. Y así fue, ya que ni bien llegar nos dispersamos: M y yo por un lado y Fernandito por otro en busca de sus amigos. Hicimos una rueda de reconocimiento y se nos informó que en la peña donde los brasileños darían espectáculo había comida y bebida gratis. El binomio partió hacia allí ipso facto, y eludiendo la entrada logramos pasar como artistas sin ser nosotros nada de ello. Total que para nosotros aquello era un paraíso. Imaginaos que para un estudiante y proletario la ración diaria la componían un bocata de atún y pasta o arroz, así que al ver aquella rapsodia de jamones de los buenos, gambones y bebida a discreción, no pudimos más que llorar de la emoción. Bueno, esto es figurativo, en realidad solo pensábamos en comer y en cómo no ser descubiertos ya que no parecíamos ni brasileños, ni artistas, ni teníamos el outfit de la peña ni ninguna cosa que nos hiciera amalgamarnos dentro de ese enjambre social que era la peña pacona. Éramos la gota de aceite en el agua. Así que incurrimos en el principio antropológico aquel que reza "donde fueres haz lo que vieres" y nos dejamos llevar; manteníamos la mirada digna de un político con tarjeta black, hablábamos con el uno, con el otro, y para cuando la luz acaeció nos despedimos no sin antes aprovisionarnos con unos minis (cachis) de importación. Un lujazo.
La noche no podía terminar mal y con aquel comienzo todo
tenía que seguir subiendo y seguir en la cresta de la ola pamplonica. Paramos a
beber en un parque porque resultaba costoso beber y caminar a la vez. Charla
va, charla viene, se acerca un muchacho vasco con el atuendo festivo y muchas
ganas de hacer amigos. Y lo consiguió, nos invitó a un porro y nos deja una
piedra del tamaño de un aerolito. Mis amigos y yo flipábamos. El muchacho nos
contó muchas anécdotas que no recuerdo bien, pero debieron ser demasiadas
porque yendo al meollo lo perdimos y no lo echamos de menos.
Pero había que seguir y cumplir la promesa; llegar vivos, o
cuanto menos, despiertos al encierro de las 8 de la mañana. Y así fue como
bebimos, y bebimos, y observábamos a la gente y participábamos activamente de
aquella especie de paella humana cocida en alcohol.
A la mañana siguiente, unos aspersores cuidadosamente
sincronizados nos despertaron para avisarnos que nos habíamos quedado sin ver
el encierro (poco nos importó para ser sinceros), que a Fernandito le habían
sustraído el móvil y que M debía potar junto al árbol de aquel parque. Al menos teníamos dinero para el viaje de
vuelta y una juventud e hígados en forma preparados para nuestra próxima aventura.