Pateando la calle: Felisa (I love Manolo Escobar)

Una desasosegante mezcla entre Karen Quinlan y un enano de Moria, Felisa, aka "Manolo Escobar", fue una de las más rutilantes estrellas de la galaxia tontuna en la que orbitaba el barrio. Apenas 145 centímetros de altura, una masa de unos 80 kilogramos, larga y lacia melena pelirroja hasta medio muslo, con raya enmedio, vaqueros de campana abotonados a la altura de las costillas flotantes y botas camperas de taconazo conformaban un look superastounding. Remataba la cara de Eric Roberts y 2 (DOS!!!) llaveros portarretratos acojonantísimos con sendas fotos de Manolo Escobar que, colgando de las presillas del cinturón, sobre sus muslos,  formaban tríptico barroco con un coño estrangulado por los tejanos.
Con estas calidades cualquiera se hubiera recluído en un torreón a dejarse morir pero a Felisa no le achantaba nadie y, como el Ratón Vaquero, taconeaba las aceras de la colonia, con la frente alta y una copla del insigne entertainer almeriense siempre en los labios. Como una estrella de rock, tenía ese gesto tan de folklórica enferma de los nervios, ese ondear el pelo con un movimiento seco, rotando apenas el tronco mientras el cuello pivota hacia un lado, tomando impulso para, como una bola de demolición, lanzar el tomo en dirección contraria, mirando en cielo, como pensando "sí, soy esa oscura clavelina". El pelo, como una vibración, se retorcía como un ser vivo, una reverberación panocha. Si alguien le hubiera pintado un mechón amarillo, Felisa se hubiera erigido como una alegoría obesa y chiquitita de España, una Rojigualda mongui con el lema "Tú a mí me tocas tol coño".
Cuando estaba en estado zen, Felisa hablaba atropelladamente, ansiosa, a grito pelao mientras te miraba fijamente a los ojos, inmovilizándote con su férrea voluntad, unos ojos como dos lacasitos, siempre severos, escrutadores y azulísimos. Gritaba al universo su alegría de vivir y sus últimos éxitos mientras paseaba con su anciana y ciega madre, la cual se parapetaba tras unas gafas de rock que le hacía parecer el frontman de los Lyres, gritándole en haikus el devenir de los acontecimientos diarios: "¡¡¡ESTABA LLENA LA CARNICERÍA DE PACO Y JUAN!!!", "SA MUERTOLIJO DE LA SEÑÁ PACA!!!", "MIERDA PA SU BOCA MENTIROSA!!!" con ese salero que da la sobreabundancia de cromosomas en el par 21. Eso de buen rollo porque cuando algo alteraba su frágil equilibrio, la delicada burbuja en la que se desarrollaban las primitivas - y no adulteradas - emociones de Felisa, ahí se desataba un maelstrom de furia berserker y uno veía como mutaba de albondiguilla a gorgona en apenas dos latidos de corazón. Por encima de cualquier otra situación había algo que perturbaba sobre manera el feng shui de los llaveros de Felisa: que alguien le faltara el respeto a su ídolo. Felisa era una fan fatal, una deadhead de Manolo, y, a decir de ella, una posible groupie, como las Plaster Caster, pero sin molde de cera de la virilidad de Escobar. La muchachada del barrio, ociosa, se veía casi impelida, como lemmings, a tirar por tierra la carrera de nuestro admirado cantante con tal de pasar unos segundos de riesgo, emoción y risotadas. El método más usado consistía en poner un coche a la altura de Felisa, apenas en primera, bajar la ventanilla e inquirir, educadamente, para llamar su atención: "Disculpe? Señora?" para, tras conseguir su atención, con un alarido, aseverar: "MANOLO ESCOBAR ES UN HIJO DE PUTA!!!". La colega, soltaba el brazo de su madre, que no cambiaba el semblante, para emprender una enloquecida carrerita, clopclopclopclop, con sus piernecitas casi hechas un torbellino, como en los tebeos, en el que solo se adivinaban los taconazos cubanos por el doble bombo enloquecido que era la banda sonora de sus locas persecuciones, con los belfos llenos de espuma, como un alazán rabioso, mientras rezongaba un extraño galimatías. Riesgo de muerte si te atrapaba. La Muerte Roja, le decían.
 Si uno tenía la suficiente sangre fría y poca vergüenza de entrarle de manera seria, Felisa daba jugosas declaraciones sobre su entrega total al cantante en términos sexuales desaforados y sonrojantes mientras su vieja miraba al infinito, ensimismada en la danza de electrones o el espectro infrarrojo, aislándose de las desagradables imágenes que la hija regurgitaba: un lascivo y sudoroso Manolo cabalgando a Felisa al ritmo de "12 Cascabeles" o ella sumisa estimulando bucogenitalmente al crooner al son de "Madrecita María del Carmen". Esto ya iba en gustos y actitudes ante la vida, el elegir entre peligro o asco, entre susto o muerte, como decía otro tonto.